Curiosidades

¿Qué les ocurre a los niños con TDAH cuando se hacen adultos?

El TDAH (trastorno por déficit de atención e hiperactividad) es probablemente el problema de salud mental más sujeto a controversia, a veces airada y plagada de acusaciones morales desde sus polos extremos. Hay quien, apoyándose en la inexistencia —a día de hoy— de un marcador biológico, aboga por considerarlo un invento, un simple producto de intereses comerciales. También hay quien etiqueta de TDAH cualquier mal comportamiento en clase, bajo rendimiento escolar o conducta disruptiva. En este campo, para ser de alguna ayuda a los pacientes y sus familias, convendrá ser cauteloso, analizar aquello que se parezca más a la evidencia científica y evitar discursos ideologizados y “en posesión de la verdad”.

Lo que sabemos es que hay algunos niños que no paran, que parecen impulsados por un motor interno que les hace correr, saltar, retorcerse en la silla, hablar mucho y a veces a destiempo (el grupo de la inquietud y la hiperactividad). Otros —y a veces los mismos— son muy impulsivos, les cuesta inhibir lo que les pasa por la cabeza, se aburren con cualquier tarea e interrumpen constantemente las conversaciones (los padres se desesperan). Finalmente, en otros destaca la inatención: se distraen ante el mínimo estímulo, tienen despistes, olvidos, dejan las cosas a medias, parecen no escuchar cuando se les habla y tienen la mente “en otra parte”

Naturalmente, casi todos los niños pequeños son así, por lo que el TDAH no debería diagnosticarse antes de los seis o siete años. Pero cuando el niño crece y estos rasgos son muy marcados y persistentes, cuando se expresan en el colegio, pero también en casa y en otros ámbitos, de forma que afectan seriamente a su desempeño y su bienestar, quizá requieran un mayor estudio. La evaluación no tiene como propósito etiquetar a ninguna persona (nadie es el diagnóstico de la enfermedad que posee) ni reducir la riqueza de una infancia desbordante a unos simples requisitos consensuados; un diagnóstico simplemente es el inicio de un plan de ayuda. Y una ayuda que debe ser integral y multidisciplinar, en el que participen las familias, el profesor, el orientador escolar, el psicólogo, el pediatra y el psiquiatra.

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Según la Organización Mundial de la Salud, el TDAH afecta aproximadamente al 5% de los niños y, siendo la etiología multifactorial, destacan los factores genéticos: que un progenitor tenga TDAH multiplica por ocho el riesgo de padecerlo. Como siempre, parece el resultado de una compleja interacción gen-ambiente: tener bajo peso al nacer multiplica el riesgo por tres, la adversidad social por cuatro y el consumo materno de alcohol y tabaco durante el embarazo por tres. Los modelos explicativos acerca de la compleja disfunción cerebral subyacente son aún insuficientes, lo que debe animarnos no a celebrar la ignorancia como supuesta prueba de que la mente no tiene que ver con el cerebro, sino a impulsar la investigación biopsicosocial de calidad.

Pero lo relevante del TDAH son sus consecuencias en el recorrido vital de los pacientes. En su peor versión, cuando pasa desapercibido y no es tratado adecuadamente, conlleva fracaso escolar (el 40% abandona los estudios en la ESO), dificultades de relación con los otros niños (peleas, acoso escolar), mayor frecuencia de accidentes y problemas serios de autoestima. El TDAH, además de trastorno, actúa como factor de riesgo evolutivo de otros problemas de salud mental (depresión, ansiedad, trastornos de conducta, adicción a sustancias). Pero ¿qué ocurre cuando los niños con TDAH se hacen mayores?

Los estudios longitudinales han mostrado consistentemente que los síntomas de TDAH tienden a declinar a lo largo del tiempo, pero persisten en el 40%-50 % de los adultos. La hiperactividad suele mejorar, transformándose a veces en inquietud, y lo que prevalece suele ser la dificultad para concentrarse, organizarse y gestionar el tiempo, para encontrar la pausa necesaria. Estos adultos toleran mal la frustración, son impulsivos y en más de la mitad de los casos caen en el consumo de sustancias, como alcohol, cannabis o cocaína. Su diagnóstico en la vida adulta es difícil, pues se confunde con los trastornos de personalidad y la dependencia de sustancias. El TDAH sin tratar se asocia a mayor tasa de multas y accidentes de tráfico, más conflictos familiares y desempleo. Los pacientes tienden en mayor medida a tener problemas legales y hay estudios en población reclusa que llegan a cifrar en el 30% la prevalencia del trastorno.

Todo apunta a que debemos conocer que los síntomas agrupados en la infancia como TDAH persisten en un amplio porcentaje de pacientes; que su presentación se transforma en la vida adulta, simulando un trastorno límite o antisocial de la personalidad, con frecuente abuso de tóxicos y muchos problemas personales, sociales y legales. Quizá sea buena idea, ante adultos con los problemas mencionados, preguntarles cómo fueron de niños, qué dificultades tuvieron en el día a día, si tenían poca atención o no paraban quietos o si un orientador les habló de un posible TDAH. No se suele hacer. La vida de estas personas va dando tumbos y la sociedad tiende a interpretar su conducta como desorden moral. Recuerdo una entrevista con el brillante psiquiatra Luis Rojas Marcos en la que reveló haber sido diagnosticado de TDAH: “Llegué a pensar que era un niño malo”, dijo.

Conocer los problemas de salud mental puede ayudar a comprender conductas anómalas, buscar adaptaciones y ayudas, incidir positivamente en el itinerario vital de las personas. Por supuesto que no explicará la inmensa mayoría de las acciones humanas, a veces tan desconcertantes e imprevisibles. Pero nos puede aportar alguna luz. Seamos optimistas, este año se creó por fin en España la especialidad de Psiquiatría de la Infancia y la Adolescencia, ha crecido en la población la percepción de la salud mental como problema sanitario y social, parece existir cierto consenso político (¡milagro!) en abordar el tema del suicidio con seriedad y determinación. Ojalá.

Vía El País

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